VII– ¡Pokróvskoye!

el

Amigos ¿nos vamos a Rusia? -j re-

Al salir de Omks parecía que hubiera vivido mil peripecias que me impedían concluir mi destino, por ello elegí viajar solo en un departamento para dos. No quería más sorpresas. He inclusive reduciría mis salidas a las zonas comunes, tan solo quería llegar a mi destino como cada año y descansar unos días en casa de María. La cena fue alrededor de las nueve y el maître me pidió autorización para compartir mesa con otra persona, pues el salón comedor estaba lleno.

Se sentó un hombre mayor con un cierto colorete blanco y unos círculos rojos en el centro de las mejillas. Llevaba una peluca blanca que parecía cubrir su calva, por lo demás su vestimenta era un traje ajado con una camisa de cuello de puntas redondeadas y una corbata en tono a topos. Me dirigió una sonrisa y pidió pavo hervido, mantequilla y mermelada de naranja y una cerveza de 12 grados. Durante largo rato comió con alegría hasta que dijo:
–Cпутник (1). Pude disfrazar mi desconcierto con una leve demostración de simpatía, pero repitió la misma palabra en tono de pregunta:
– ¿Compañero? Fue mi traducción de la palabra. A lo mejor, es posible, algún día –todos esos pensamientos se agolpaban dentro de mí, pero elegí dar una respuesta más matizada:
–Solo tengo compañeros del colegio, de aquellos años que nos juntábamos muy comedidos para intercambiar historias, influencias y tabaco.
–Lo digo por ser Ud. amigo de Oleg. Sus ojos brillaron, de nuevo aquel tipo del que ¡tan solo acepte una invitación!, pero parecía perseguirme por toda Rusia. Preferí no contestar, solo levantar la copa y hacer una señal de brindis. El agrego: Tengo 85 años, soy comediante y conozco las aldeas más antiguas e insignificantes de Siberia, y… me gustaría acompañarle en este tramo –para tirar de su peluca hacia delante como si fuera un sombrero-. ¿Qué hacia una persona mayor en estos territorios? La respuesta provino de su parte, de manera rápida, al decir: Soy muy mayor para un asilo, y mi pensión es muy baja, por lo que vago de aldea en aldea haciendo reír a la gente, pero también acepto encargos de Oleg. ¡Ve! Y saco un móvil ultramoderno que leía las coordenadas del territorio, y agrego: aquí recibo mis tareas y me sitúo con tiempo alrededor del objetivo.
– ¿Y yo que pinto en esto?
–Vamos juntos hasta la casa de María. Luego le abandonare. Aquello era demasiado fácil y hasta estúpido. Por ello dije:
–Puedo llegar solo.
–La madre Rusia esconde demasiados sinsabores en esta ruta. Y levantó la mano para pedir tarta de queso de postre.
–Prefiero viajar solo –dije-. Mi insistencia no le hizo mella, devoro el postre como un recién nacido, hasta me parecía grotesco que un tipo de 85 años me pudiera proteger, pero intuía que al menos me haría reír. ¿Me cuenta un chiste? –dije. Solicito, pude comprobar que ni siquiera me devolvió la mirada. Pidió otra cerveza y decidí probar mi postre.
–Tengo un sobre para Ud., lleva el sello de la madre Rusia –dijo. Otra vez con el lio, deduje que sería un acertijo, o una prueba. Luego dio un rodeo hasta detenerse en una anécdota: en este paisaje alrededor de 1929 –dijo, mientras miraba fuera– la revolución masacro a miles de campesinos para instaurar la industrialización acelerada. Los Kulaks (2) –por ejemplo, mis padres– murieron pensando que nadie les había invitado a la fiesta organizada por Stalin.
–Eso no es un chiste –afirme con cierta sorpresa.
– ¿De verdad le apetece reír?
–La risa espanta los males del alma. Me miro y se dispuso a confesar algún tipo de situación.
–Verá Ud. –dijo. Los que hemos vivido más allá de la raya del bien y del mal decimos que una risa es un bocado de veneno que nos descubre en un salto al vacío. Cada momento mágico de aquellos que acostumbramos a fabricar dura segundos, luego está la maquinaria de la realidad que lo tritura todo.
– ¿Cómo puede decir esto una persona que se ha pasado la vida haciendo reír a la gente?
–Precisamente por poseer ese gramo de acidez que nos permite fabricar risotadas. Mire, le cuento uno:
Tres obreros se encuentran en una cárcel. Se preguntan uno a otro de qué han estado acusados. El primer obrero cuenta:
Siempre llegaba tarde al trabajo, me han acusado de sabotaje.
Siempre llegaba al trabajo diez minutos antes, – dice el segundo-, me han acusado de espionaje.
Siempre llegaba al trabajo a la hora, me han condenado por posesión de un reloj extranjero (3). Al acabar estalle en una risotada, pero su mirada había cambiado y dijo: ha entrado alguien en el vagón que no nos interesa. Intente disimular comentando su broma y le pregunte si cuando actuaba, cuáles eran los chistes que más le aplaudían.

–Los de infidelidad. La Rusia actual desea evadirse en busca de placeres volcánicos –agrego. Me despedí de él y quedamos en desayunar y prometió me entregaría una carta de Oleg.
Al llegar al salón comedor, vi que mi amigo el cómico estaba delante de un gran ventanal, me senté a su lado, frente a nosotros dos mujeres charlaban de moda. Pedí un café y croissants. Mi contertulio desayunaba tostadas con mantequilla. Saco de su abrigo un sobre y me lo paso, estaba sellado con una cruz roja, de cinco puntas, por detrás. Lo guarde para mirarlo más adelante.
–Oleg me dijo que Ud. lleva una libreta de poemas, de un funcionario –agrego- ¿No me leería uno? Mientras me sirvieron el café, abrí la pagina 12, un dibujo de un hombre mayor y decadente parecía anticipar a mi interlocutor. Leí en voz baja, cerca de su oído:
Cada gramo de risa,
Es opaca, ceremoniosa tal cual.
En la vida de los zares
Rasputín caminaba febril y enloquecido, de droga, corruptela y servicios
A veces cada gota de risa es una sandalia dispuesta en primavera. (4)
_¡Pokróvskoye! Me ha gustado –dijo.
_¿Cómo?

–Es la aldea donde nació Rasputin. Estuve allí hace 30 años. Llegue por casualidad, se contaban muchas historias, pero recuerdo una por ser muy… ¿arcaica? Decían, que el monje un día visitando la zarina en el que tenía gran influencia, comento con Alix que su final estaba cercano, la emperatriz que confiaba plenamente en el monje y sus predicciones se acercó hasta él y dotada de un nervio inusual, le confeso:
–Tu eres Rusia, si mueres tú, ¡desaparecerá la sociedad que conocemos! El monje cuidando las formas le miró fijamente y sin desvelar sus miedos respondió:
–La Gran Rusia está a punto de devorarse a sí misma. Aix sin moverse de su sitio, casi cercana al olor corporal del monje, tan opuesto a su refinado estilo, cultivado con su abuela Victoria –agrego: a veces cada gota de risa es una sandalia dispuesta en primavera. Como Ud. ve – dijo el comediante– la frase final coincide con la de su libreta, y a esa anécdota solo la conocían algunos familiares del monje, por lo cual, lo que Ud. Lleva consigo y lee, posee la cualidad de hablar del pasado o del futuro. Algo muy especial…
–No me lo creo –dije. Es tan solo una coincidencia. El tren se detuvo inesperadamente. Estábamos en medio de la tundra. Mi acompañante se estiro por delante mío para coger un trozo de pan, y un disparo reventó el cristal y vi como su cuerpo se desplomaba sobre el mantel. Me escondí junto a las dos mujeres debajo de la mesa. Pasados unos minutos de desconcierto el tren se puso en marcha, me asomé por el cristal y a lo lejos pude ver que un coche escapaba por una carretera. Mi acompañante estaba muerto. El revisor llamo a enfermería y decidieron detener el tren en la próxima estación. Allí le bajaron y al ser tan mayor es probable que le enterraran en la parte del cementerio, en la fosa común, según me dijo el del tren, sitúan allí a los que vagan por Rusia. Durante una hora acompañe al cuerpo del cómico instalado en un almacén de la estación, el tren continuo su marcha pues la policía me pidió que fuera a comisaria a declarar, con lo cual perdí nuevamente mi ruta. Antes de subir al coche policial, pedí permiso para ir al lavabo y deje el sobre de Oleg escondido en un saliente del techo. Luego acompañe al guardia. El interrogatorio fue bastante descortés, el edificio tenía una pared de mármol hasta una altura de metro y medio que le daba un toque inusual, no era muy grande, todo se caía a trozos y aparte del mostrador de recepción, pude comprobar que el jefe se sentaba en un escritorio de madera desconchado y triste, ubicado en una sala grande con una ventana. Se le veía joven a pesar que el sombrero marrón con una estrella de la antigua URSS desentonaba con los tiempos actuales. Me hicieron sacar todo lo que llevaba encima y ponerlo en una mesa. El comisario repaso una a una mis cosas hasta dar con el librillo de poemas, lo miro y abrió, pero lo descarto. Luego pregunto:
– ¿Conocía al muerto?
–No. Cene y desayunamos juntos.
–Algunos testigos dicen que a Ud. le entrego algo. ¿Me lo puede mostrar?
–No me dio nada, bueno a decir, un sobre con recortes de sus actuaciones que al irme a dormir lo tire fuera. El buen hombre estaba un tanto desquiciado y, para que me servía su historia de hace 50 años.
– ¿Recortes? ¿Papeles de actuaciones? ¿Periódicos de un viejo cómico? –la ironía del comisario buscaba alguna otra cosa que intuía.
–Lo que era… –insistí. Un viejo cómico.
–Ya… ¿Conoce Ud. a un tal Oleg?
–Otro viajero circunstancial. Casi al comienzo, me invito a cenar a su casa. Me quede una noche y luego continué mi ruta.
– ¿Cuál es su destino?
–Mi billete acaba casi en la frontera con China, voy a ver a una amiga. Cada año hago el mismo recorrido, salvo que en este viaje he tenido que…
–Parar varias veces ¿no?
–Sí –respondí, mostrando una cara de cierto fastidio. Sonó el teléfono. El jefe escucho y colgó. Luego dijo:
–Puede irse. Si quiere conozco un sitio donde puede dormir. Le llevare. Se levantó y se puso el abrigo, para agregar: mañana detendremos el tren para que pueda seguir, este es un pueblo pequeño y no tiene parada oficial. En el viaje hasta la posada casi no hablamos. Pero si me pregunto: ¿Le apetece cenar en mi casa esta noche? Dije: “Si”, prefería estar en paz con la autoridad, al ver mi cara de cierta sorpresa ante la invitación –agrego:
–Esa llamada era de Moscú, me han pedido que le atienda bien. Si hubiera estado Oleg –pensé– tal vez hubiera dicho “los canes de Putin llegan hasta Siberia”. Era casi de noche cuando me dejo en la posada, decidí asearme e ir caminando hasta la estación para recuperar la carta, pero note que me seguían y entre en el único bar del pueblo. Por ello, cambie de plan; al día siguiente antes de subir al tren recogería la carta. Eran las 8 de la noche. Dentro de muy poco me pasarían a buscar para llevarme a casa del comisario. ¿De qué hablaríamos? En esta maquinaria inmensa de la Rusia de Putin debía considerar que los policías del interior eran fieles soldados del régimen.
Al llegar, el coche del policía que me acompaño, prometió recogerme cerca de las 23:00, casi al final de su ronda. Era una casa metida en el bosque, solitaria. Me abrió la puerta este gentilhombre y pude comprobar que vivía solo. Al ser joven le destinaban los primeros años a regiones alejadas del país. Su comedor estrecho y con un hogar en una esquina solo tenía una fotografía en un lateral que me parecía conocida, pero no le di importancia. Todo muy austero. Me invito a una copa de vodka. “Lo hace mi madre”, fue todo lo que dijo y entro a la cocina donde el fuego del horno tenía a punto un trozo de oso con patatas. Según afirmaba, aquella carne mantenía viva la región con los turistas que venían atraídos por la caza aunque prohibida era lo único que las autoridades toleraban. Sirvió una cena frugal y el vodka acompaño la velada. Hablamos de todo un poco, la conversación solo chirrió al final, cuando de manera inesperada, mencionó a Oleg: “ese amigo suyo tiene contactos complicados con los chinos. Nuestro jefe, piensa que la Gran Rusia debe ser respetada”. Podría haber preguntado por quien era el jefe, me imagine que Putin. En Rusia al hablar así parecían referirse a un estado de ánimo de la Nomenklatura, quien antiguamente cultivaban con cierta ambigüedad.

Aparece en mi libro de cuentos D Roccosick

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