
Hoy en la serie Agosto presento a Javier Salazar Calle, colaborador de MasticadoresArchipiélago cada quince días, este relato fué finalista del I Concurso de Relato Breve de Hortaleza “Cruzar la Antártida” -j re crivello
Viajar por el mar. Asomarse por la borda y disfrutar viendo cómo las suaves olas rompen contra el casco, como algún delfín juguetón salta en paralelo hasta que se aburre y se marcha, como el Sol se esconde, rojo, tras la línea del horizonte. Si supierais…
Yo lo descubrí a la temprana edad de quince años. Iba en un viaje transatlántico, camino de Boston, con mi familia. No os hablo de algo reciente. No. Os hablo del siglo diecinueve. Estaba muy impresionado de viajar en un barco tan moderno, a vapor, que hacía que la duración del trayecto bajase de dos meses a quince días. Con su velocidad constante, marcando un camino de humo por donde pasaba, infatigable y ajeno a los caprichos de Eolo, pero aprovechándose de él cuando su designio lo permitía. Mas el barco no llegó a puerto. Un gigantesco calamar, al que más tarde descubrí llamaban Kraken, surgió del averno y partió el barco en dos, como si fuera una simple cerilla. Luego, al volver hacia el fondo, arrastró todo consigo menos un pequeño bote salvavidas que fue el primero en salir y el que más consiguió alejarse. La suerte, y sobre todo el miedo que me produjo su aparición, hicieron que yo estuviese en ese bote. Zarandeado por el reflujo que produjo, solo dos personas quedaron en él cuando las aguas se calmaron. Una joven con unos increíbles ojos de color verde intenso como lo profundo de una selva y yo. La joven murió poco después, nunca supe si del susto o de qué, y me acompañó durante un par de días hasta que decidí arrojar su cadáver a los tiburones. Me rescataron una semana después. Medio muerto y farfullando tonterías que nadie tomó en serio.
Dediqué mi vida a investigar sobre todas las criaturas mitológicas marinas del mundo. El Kraken, calamar gigante con sus ocho fuertes tentáculos que partían lo que fuera; el Leviatán, la ballena gigantesca que tragaba barcos enteros; la Serpiente de Midgard, hija de Loki y Angrboda y enemiga de Thor que creció tanto que parecía no tener fin; la Makara india, mitad elefante y mitad pez; el Umibōzu japonés, que hunde los barcos de quienes se atrevían a dirigirle la palabra; la griega Hidra de Lena, con varias cabezas y aliento venenoso… Tantos… Y de todos había historias nunca creídas de marineros que aseguran haber sobrevivido a sus ataques. Locos para el mundo, compañeros de desdicha para mí.
Dediqué mi vida a investigar a esas bestias. Y a cazarlas. Me enrolé en toda expedición que cruzase sus territorios, me apunté a cualquier iniciativa de descerebrados por demostrar su existencia, perseguí rumores lanzados al viento, recorrí miles de millas en barcos de todas las formas y tamaños. Y las encontré. Combatí a muchas, maté a algunas, se escaparon otras… Esa caza me dio muchas satisfacciones y también alargó mi vida. Sí, descubrí que beber la sangre de las sirenas que mataba ralentizaba el envejecimiento. Cosas de la vida. Quería matarlas por venganza y tenía que matarlas para seguir viviendo. Lo peor de todo es que me enamoré de una de ellas. ¿Cómo fue? Nunca lo he sabido. Como siempre, me tapé los oídos con cera para no escucharla camelarme con su mágica melodía y me acerqué con mi arpón preparado en la mano. Cuando la acorralé y la miré a los ojos aterrados… Algo fue diferente. No pude hacerlo. No era ni más guapa ni más fea que las demás o con un cuerpo diferente. Algo dentro de mí me frenó.
Ahí empecé nuestra extraña relación. Siempre con los oídos tapados para que no me embrujase. Viajamos por el mundo a playas secretas que solo ellas conocen. Disfrutamos del mar y de las orillas de islas perdidas. Nos comunicábamos por gestos o solo con mirarnos. Llegué a pensar que tenía algún tipo de telepatía. Pero cuando no estaba con ella seguía con mi labor: lanzando cargas de profundidad contra Cetus, poniendo cebos de sangre para acabar con una ondina o tendiendo redes de acero para capturar a Escila, la ninfa. También seguí matando sirenas y bebiendo su sangre. Tenía que vivir. Ahora tenía dos misiones; matar monstruos y compartir mi vida con el mío propio.
Pero, ¿sabéis qué? Para matar a aberraciones hay que convertirse en una de ellas. Allí estaba yo, con casi un siglo y medio de edad, siendo durante décadas pareja de una sirena y matando a las de su especie. Siempre taciturno, siempre planeando nuevos asesinatos, siempre maldiciendo el mar, pero viajando constantemente por él. Como si una atracción inevitable me empujara una y otra vez agua adentro. Me había convertido en uno de ellos. Tenía que ser coherente, dar un giro radical a la situación. Ya no me quedaba mucho tiempo. La sangre de sirena ya no servía casi para nada. Por mucho que hubiese alargado mi vida, estaba en mis últimos momentos. Cada misión me costaba más, me sentía más débil, me recuperaba más despacio. Cuando abandonase este mundo, ¿qué recordarían de mí? Nada posiblemente. Porque para la mayoría de la gente todos esos monstruos no eran más que eso, mitos. Y yo un loco trastornado por un accidente marítimo de mi juventud. No me importaba. No lo hacía por ellos, sino por un juramento que me hice a mí mismo mientras arrojaba al mar el cuerpo de esa chica que aguantó conmigo en la barca durante el ataque del Kraken y que murió de forma inexplicable poco después. Lo hacía porque en ese barco murieron mis padres, mis hermanos pequeños y todos mis sueños de futuro.
Solo me arrepentía de una cosa. No haber podido encontrar al mismo Poseidón para darle muerte. No como le hizo Cronos cuando nació, tragándoselo, esta vez le habría pasado por una trituradora para que no tuviese opción de ser rescatado de nuevo por Zeus. ¡Poseidón, Neptuno o como quieras llamarte! ¡Rey de los mares! ¡Maldito rey que no ha sabido mantener su reino en orden! Si existe otra vida, cosa que dudo, la dedicaré de nuevo a buscarte incansable para castigarte por tu mal reinado; acabando por el camino con todo aquel ser que ose hacer acto de presencia.
Se terminó. El hilo de mi vida se rasgaba inexorablemente. Abracé a mi amada y la degollé con mi cuchillo. Lamí de la hoja una última gota de su sangre. Lo justo para que me diese fuerza para aguantar hasta el amanecer, al que esperaría abrazado a ella, como tantas veces hicimos. Luego, dejaría caer su cuerpo al mar, como ya hice hace casi ciento cuarenta años, perdiendo de vista de nuevo sus increíbles ojos de color verde intenso, como lo profundo de una selva. Y me dejaría ir para siempre.
Javier Salazar Calle
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