
La soledad narcisista tiene premio. Millones de pájaros humanos sobrevuelan el mando de la tele. En su estilo amanerado y simple sucumben a la ausencia de amor. Degeneran en la individualidad y escapan al control de la familia, del clan, de la tribu, y hasta de la olla nacionalista o populista. Allí –en ese espacio de soledad- refugiados esperan un sueño, o luchan por él. Con miedo, a ser tragados por almas traviesas que chantajean por amor. Son quienes deciden aguantar los fuertes vientos interiores que les azotan. En aquel espacio donde los padres o las madres se agigantan y dictan normas o moral. Pero estos señores de la individualidad asaltan los gimnasios, o las neveras, o el sexo solo, o acompañado. No gimotean, ¿o sí? Quizás frente a la tele exclusivamente cuando un amor de ficción es correspondido o no. El mundo está lleno de grandes desa-morados que reclaman sin más, ternura y pistolas llenas de rosa y carmín.
Pero saben que la navidad tiene su precio, que el mantel de fiesta mayor esconde una trampa. Estas rigideces que la sopa familiar les esconde, es su mayor miedo.
Por ello sobrevuelan el compromiso, aman la carne, sueñan con aventuras donde su amado o amada; o amado/amado; o amada/amada les respete y llene su boca o sus piernas de solo melodías sin traiciones.
Para ello hacen Reiky, dejan de fumar, se estiran los senos, o se dejan crecer las pantorrillas. Todos aman el incesto, la fiebre de viernes noche, la sudadera prestada de su amado/da. Pero todos temen al compromiso que vaya más allá de la carne. Tal vez unirse a otro y descubrir que este no sea parejo, sino le domine un deseo antiguo de control hasta de sus sueños.