“Dame la llave del piso de Violeta” -pidió el Inspector Marcos. Su ayudante al ver por el rabillo del ojo que eran casi las nueve de la noche le preguntó: “¿a dónde va tan tarde jefe? Marcos ya cerca de la salida respondió: “mira, como me marcho a casa y espero tener una buena cena, antes me pasare por casa de Violeta Azulay”
“Vale, hasta mañana –dijo su ayudante.
El inspector no quiso esta vez pasar por su escritorio no quería mirar en el montón de papeles del caso y sentir que ella –Violeta, con esos movimientos en falso de papeles le marcaba sus pasos. El piso era uno de los del Ensanche barcelonés, situado en un chaflán, pero sin balcón, del cual se podía ver directo a ras del cristal el suelo, lo cual producía un cierto vértigo. Era una primera planta, lo que nos remitía a la segunda, por aquella manía de la Barcelona del siglo XIX de no contar el primero y bautizarle con el nombre de Principal. Marcos llego hasta allí cerca de las 22, su mujer le tiraria de las orejas, al saber que no iría a cenar, pero decidió mantener el móvil apagado. Desde hace días deseaba concentrarse en su tarea, este caso era muy lento y parecía ir de un lado al otro sin más señales que las propias recibidas ¡de quien había sido asesinada! Ante lo que visto -en sus años de experiencia, aquello suponía un verdadero error. Además, el paso del tiempo: “¿le habrían ablandado?” y, no dejaba de ser una pregunta endiablada. Surgía de la propia rareza del juego que presenciaba, debido a que aparecían continuamente dudas e ineficacias que le retraían a cuando era un joven inexperto. Dio dos vueltas a la llave y decidió entrar usando una linterna. Fue primero en dirección al comedor, aunque Violeta trabajaba en Madrid toda la semana, esta era su casa y más de un fin de semana lo pasaba aquí. Estaba todo desordenado, dio vueltas por el amplio salón hasta ver una cajita que le llamaría la atención. Era dorada, y estaba grabada con unos dibujos hippies. ¿Qué habría dentro? —pensó. En aquella vida -de ella- que imaginaba podía incluir también la cocaína, pero no se dejó llevar por sus pensamientos, aunque no era capaz ¿aún? de abrirla. Decidió ir a la cocina en busca de un cuchillo: “no sé porque tengo la sensación de que me observan” –murmuro brevemente. La cocina era alargada y con una curva en uve donde una cristalera daba al patio común, desde allí solo se veían las luces del piso del frente. Decidió abrir para dejar entrar el calor húmedo barcelonés. Pero se asomó, aquel tubo hacia abajo acababa en un patio con una enorme luz y al mirar hacia arriba se imaginaria un cañón capaz de chupar las conversaciones de sus vecinos y sacarlas fuera en dirección al cielo estrellado. Una multitud de tendederos desplegados daban un toque de conventillo italiano del siglo XIX. El suyo –de ella, aún tenía dos trapos de la cocina. Los retiro; ¿haría ella cada fin de semana la colada? ¿Sería capaz de ser un ama de casa a pesar de su fama? O, ¿metería todo lo sucio y lo recogerían de la lavandería una vez por semana?, ¿le dejarían la ropa y los alimentos allí antes del viernes? Y, ¿quién limpiaba su casa? Aún no habían descubierto si alguien hacia esa tarea, ni sabían si estas respuestas tenían un nombre y apellido. Escucho un ruido detrás, parecía que se hubiera roto algo, su corazón se aceleró, dio media vuelta pero no sacó su pistola, decidió girar en dirección al comedor, ilumino todo el espacio y no había nadie, se movió para atravesar la sala y salir en la otra punta al pasillo. Otro ruido –era como un golpe metálico que se repetía con cierto estilo, esta vez no pudo percibir de donde venía. Llevo su mano a la axila para coger su pistola, estaba en el pasillo y cuando iba a la habitación donde ella había dormido esos años, una persona alta y huesuda que corría con fuerza le empujo haciéndole caer, al llegar al suelo rozo con su cabeza en la pared. De aquel golpe seco, pudo recuperarse y ver como quien escapaba giraba para entrar en la cocina. Se levantó para correr maltrecho y sangrando y ver como la persona saltaba por la ventana. ¡Se matará! –exclamó. Al llegar y asomarse pudo seguirle en aquella oscuridad, y comprobar como el tipo se descolgaba de un tendedero en otro hasta el Principal, donde se engancha en los plásticos unos segundos. Al soltarse, desde allí, fue a caer en el centro del patio. La enorme luz le mojo la cara, aunque una enorme gorra le cubría. El tipo se giró –no era muy alto y tal vez un poco delgado- le miraría unos segundos, para desaparecer por el pasillo. “Muy ágil” —fue su afirmación, pero “¿que buscaba?”. Al ver que su sangre le estaba mojando la boca decidió ir hasta el lavabo. Encendió la luz y se limpió con agua y jabón. Miro en el sitio de los medicamentos, de allí pudo ponerse alcohol de 86 grados y secarse para meter una tirita en la rozadura. ¡Estaba hecho un asco! Tenía la camisa manchada de sangre y en su bolsillo ese pequeño camafeo sin abrir. Decidió marcharse y regresar de día, para hacer un nuevo repaso.
A la mañana siguiente la frente se le había hinchado y su tirita rosa –su mujer no tenía otra, eran el comentario de la comisaria. Su ayudante solo se había atrevido a decirle “si quiere Jefe, voy a la farmacia por algo menos escandaloso”, no le permitió que agregara nada más. Al entrar en su despacho estaba de mal humor y su genio atravesaba un bache: ¡que narices le pasaba!, estaba tan irascible que al querer dominarse lo que lograba era aumentar su cabreo. Se sentó para mirar a su alrededor y como siempre fue a dar a la pila de documentos. Una hoja sobresalía, de nuevo querian decirle algo. La estiro –era de Violeta, se puso a leerla, decía:
“Ayer sábado a las 9, recogí en el desván la comida del súper y la ropa que me traen todas las semanas de la lavandería de la esquina. Antes di un beso a mi aventura. Fuerte, con unos bíceps redondos y pulidos, de color oscuro. El viernes a la noche le conocí en un bar de Gracia llamado “la suerte loca”, fui allí por invitación de una amiga que me conto que lleva el mismo nombre de un prostíbulo que existía en Barcelona hace un siglo. Pero me deje llevar, y sin darme cuenta hoy me duele la cabeza y tengo algunas marcas en mi piel. Sigo fastidiándome con tipos que me alegran unos minutos y luego ¡me dejan frita! Ahora bien, me causo gracia su Mini de los años 60 -de color verde”
Marcos dejo el papel y pensó: “habrá pocos morenos con un coche de ese estilo en Barcelona. Hoy iré a por él”. Al poner su mano en el bolsillo descubrió el camafeo y se dispuso a abrirlo.
Notas:
“La suerte loca”: famoso prostíbulo de comienzos del siglo XX: “El local estaba decorado con gran suntuosidad y tenía una curiosa cascada en el vestíbulo de acceso que se ponía en marcha con agua de verdad, cuando algún cliente importante hacia acto de presencia” Fuente Barcelofilia. Traducción del catalán por parte del autor.
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