Buenos Aires: ¿Por que amamos sin permiso de los demás? by j re crivello

M Ricard levanto el telefonillo. Era negro de plástico duro, del otro lado una voz femenina le recordó que a las seis tomaban un té en una sala del Jockey en el corazón de Buenos aires. Dijo: si! Y salió como una flecha para vestirse con una camisa blanca, de algodón y un abrigo suave de piel de vaca en tono marrón. Los zapatos negros y un bigotillo del mismo color, fino y delicado dejaban ver a un hombre que corría por esta bella ciudad desde hace cuarenta años. Llego al Jockey a los cuarenta minutos de aquella misteriosa llamada. En el salón gris, se charlaba de lo último de Evita, o de el fin de la guerra europea sucedida hacia tan solo tres años y las dificultades de la reconstrucción. Le esperaba al centro de la sala, una señora rubia, de no más de 30. De cabello lacio como pradera americana. Vestía con falda de raso y blusa de cuello redondo y florecillas. Ella gustaba de hablar de política, ni de la Eva del gobierno. Siempre la llamaba así: Eva. No hacia concesiones a ese falso populismo que dominaba el país y reunía en una sala a propios del régimen o perseguidos. Por su posición social conocía a Perón y a su grupo. Era esa gente llena de palabras huecas, a veces le gustaba definir de aquella manera a quienes les gobernaban. Se saludaron. Y el té apareció con unos suaves bollos con crema de la Oriental, una brillante confitería que vendía una pastelería dominada por los gustos de la Europa de antes de la guerra.

_Mira dijo ella- y extrajo una fotografía de un señor canoso y con sombrero.

_ ¿Quién es? –pregunto M Ricard. Había preguntas que dominaban la escena y otras podían ser secundarias. Ella bajo los ojos y volvió a su sitio dos veces hasta responder:

_Es nuestro agente en Madrid que vendrá esta semana para instalarse aquí. Nos gustaría que le acompañes durante el primer mes. Es un interesante contacto que asegura futuros buenos negocios. Luego le entrego un sobre con una cantidad de dinero y la fecha en que el barco llegaba al puerto. Bebieron té. Parecía haber terminada la entrevista aunque Ester Cañas luego de secarse los labios dijo:

_Ahora estamos a un paso del Hotel Independencia. Pagaron y salieron. M Ricard flotaba en la acera. Era un día invernal, no tan frio. Caminaron casi doscientos metros.

Al entrar en la habitación, la luz se hacía breve, una cortina que llegaba al suelo mantenía firme la casi oscuridad. Era la primera vez que aceptaba una cita con la esposa de su jefe. Era la primera vez que vería ese monumento desnudo. Se imaginaba muchas cosas pero algo le decía que no todo podía ir tan bien. Se sirvieron dos güisquis y sentados al borde de la cama no dijeron nada. La fiebre se apodero de unos cuerpos que parecían consumirse desde la propia soledad. Ella grito.

_ ¡Más fuerte! Una mano se entrelazo a la otra. Ni frio ni sudor. Solo una repetición exacta de aquella frase

_¡Mas fuerte!

A veces la ciudad se traiciona a sí misma, los habitantes caen rendidos de sudor, o sus almas se pliegan sobre sí en busca de ese instante donde las luces casi apagadas dejan oír la agitación o una frase. En Buenos aires aun se palpita el boxeo, o el partido de futbol del domingo, y multitud de parejas anotan en una cartulina interior las ofensas recibidas. M Ricard no pudo hacer nada. Su amante se levanto. De tez blanca, ajusto un reloj de muñeca de oro macizo, luego se vistió. Antes de irse fue capaz de decir:

_En dos días llega ese agente. Cuando le tengas instalado me llamas al teléfono que acaba en 41.

Cuando ella se marcho, M Ricard se aliso el bigotillo y pudo ver su cuerpo desnudo. Solo tenía unos calcetines de hilo negro bien rectos que le llegaban hasta casi las rodillas. Y murmuro en voz baja:

_No era como yo pensaba.

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