by j re crivello
R Manuscrito y los estimulantes sexuales
R Manuscrito sabía que por la tarde llovería, no había mirado al hombre del tiempo, también su tele era aun de las de blanco y negro y al ver el mapa, el sol aparecía en unos tonos grises deprimentes por ello decidió bajar al bar El Toni, de la esquina de Bailen con Padre Claret, en pleno corazón del barrio de Gracia, donde con dos cervezas intuía el mundo, su consejos del tiempo y a veces veía en la tele de color alguna serie de los años 60. En este espacio aún se podía comer como en las fondas antiguas por menos de 7 Euros. Y, con la barriga llena, cerca de las doce comenzaba su ruta alrededor de la gran ciudad. Él se consideraba un descuidador, era su medio de vida, solo observaba y en aquel momento de estupidez mental del dueño, se llevaba una deliciosa cartera. Uno de los sitios donde más recaudaba era los viernes a la noche en el Imperator. Una sala de fiestas de antigua tradición, donde los casados mostraban sus anillos para capturar jóvenes o señoras mayores que aun soñaban con el amor y el interés. R Manuscrito lo definía bien en las charlas con sus colegas: “van tipas que anudan relaciones de amor de días o meses, y en ese avistamiento de sexo y platos precocinados algún amor acaba en divorcio del jesuita de turno”. Y era tanta la verdad de aquella frase tópica que había convertido a aquella sala en su sede comercial, siempre algún bolso caía o un roce en los lavabos de señores le ponía una billetera en su mano. Si aquello salía bien, hasta se marcaba unos pasos de baile con alguna señora de muy buen ver. Pero en una de aquellas noches, alguien cautivo a R Manuscrito, fue un viernes, mientras se tropezó con una buena billetera, también tuvo el placer de conocer a una flaca huesuda y tierna de ojos oscuros. Le miro. Y salieron a la pista, bailaban como antaño, buenos pasodobles, algo de tango, la famosa sesión de salsa brasileña. Se sentaron y ella le invito.
_ Tú te llamas -dijo ella displicente, casi como cuidando su amaneramiento. El respondió: “R Fernández”, decir Manuscrito le hubiera provocado una carcajada insolente, pero aun pudo observarla detenidamente, flaca muy flaca pero caderas torneadas y unos pechos abundantes. Ella tampoco se echó atrás, y le pudo devolver la mirada, y vio en R Manuscrito, un tipo de pecho ancho, reloj de oro, labios de confite y una cabeza grande, pero aun con abundante pelo de color marrón betún. “¿Tendrá 52?” –se dijo. Casi no intercambiaron palabras. Fueron minutos de intenso desvelo, de dos cubatas seguidos hasta que a ella se le caería un anillo con el que jugaba. Los dos se agacharon. Los dos vieron el Imperator desde el suelo, desde casi cerca a la mesa donde las piernas del baile pasaban girando una y otra vez. Ella le beso, aquel labio regordete de él, le asfixio de sabor maloliente al Bar Toni. Un regusto raro de la fonda pasaron a su saliva. No le importaría, tenía ganas de llevarle a su casa, de sudar juntos o de escuchar música hasta la mañana del sábado. R Manuscrito dudo ante tanta fuerza del destino, pero convino aunque en su fuero interno se sintió traicionado por el Imperator, en esa sala intercambiaban arrebatos o interés pero… ¿enamorarse allí? En ese zoco de pelvis que giran alrededor de la pista con sus peinados y coloretes, no a él no le podía ocurrir. Pero al ponerse nuevamente rectos la flaca dijo:
_Ven conmigo. ¿Dónde?
_A mi casa tonto
_ ¿Está lejos?
_No vivo en este barrio, a dos pasos de aquí.
_ ¿Vives sola?
_No, con dos perros y tres gatos. “¡Ah!” Ella no espero, fueron a la guardarropía y en tres minutos entraban en un piso de colores pálidos con una habitación cama de dos metros. Superada la angustia de los perros y encerrados en el balcón, ella dijo:
_ ¿Te apetece un vermut con soda? Y le sirvió, yendo hasta la nevera para poner soda de sifón, algo que él no había visto en años –bueno en el bar El Toni tal vez-. El ruidito del gas les gasto una broma. Ella dijo: “suena como si” y el contesto: “como si fuéramos a”. La rabia del primer beso les dejo en la cama, luego la noche fue un sobresalto donde los pechos de la flaca y el pene pequeño de su hombre hicieron el resto. R Manuscrito aporto una fabulosa habilidad: su lengua saciaba cada centímetro de aquel enérgico convite nacido en el Imperator.
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_ ¡Despierta! ¡Despierta! R Manuscrito sintió que le tiraban de la sabana, era su amiga que con un salto de cama en tonos fucsia quien le miraba alborotada. “¿Qué pasa?” –pregunto
_ ¡Los perros!, ¡los perros! y estallo en sollozos. R Manuscrito fue hasta el balcón y un baño de sangre rodeaba a los canidos. Confuso echo hacia atrás hasta dar con una lámpara que colgaba del techo. Ella apareció en el comedor y el pregunto:
_ ¿Cómo ha sido? “No sé, hace unos minutos me levante para darles de comer y me encontré la puerta cerrada y muertos. “Pero ¿por dónde narices habrán entrado? –se preguntó R Manuscrito. “No sé qué hacer” –dijo ella sollozando nuevamente.
_Llamaremos a la policía -dijo R Manuscrito y marco el 091. La Guardia Urbana llego en minutos y fotografió el sitio y busco huellas. Nada parecía haber alterado le entrada, la llave funcionaba bien, los vecinos no habían sentido nada, y por el charco de sangre parecía que habían sido asesinados a las tres de la madrugada. Con un corte de cuchillo de cocina, a ras de la yugular. La Guardia hizo el atestado, y el pregunto su nombre. R Manuscrito, que causo una cierta sorpresa policial, quien pregunto varias veces: “¿solo R?” “¿Solo Manuscrito?” El respondió afirmativamente casi sin vergüenza. Luego vino un furgón del veterinario y se llevaron los canidos, limpiaron el balcón y se sentaron en un discreto sillón. Ella se había vestido y una blusa negra muy propia aguantaba aquellos pechos que en la antesala del crimen tanto había degustado. Luego recordó, que había observado casi de madrugada que el sifón con soda, dio más gas que lo normal. Ella, al mirarle y ver su inquietud, lo atribuyo a unas pastillas que puso en ambas copas para animar su relación. “¿De qué marca son?” – se atrevió a preguntar.
_Son de S. Power –dijo mientras le acercaba un bote de pastillas azul.
_No las conozco –y ¿dónde las compras? –pregunto. “En internet, -dijo ella, para agregar, pero… después de beberlas yo no perdí mi conciencia, aunque me parece que tú te fuisteis, mucho, mucho.
_Pero no para matar a tus perros –contesto. Ella echo a llorar, R Manuscrito se estiro en el sofá un poco alterado, la noche había sido larga y el final inesperado. “¿Quién podría acceder y matar a los chuchos?” Se puso de pie y fue hasta la cocina, le dolía la cabeza de una manera terrible, abrió la nevera y la botella de sifón estaba allí, decidió llenar un vaso. Luego comprobó que sobre la mesa de la cocina en un espléndido cajón de madera sobresalían 7 cuchillos coreanos y faltaba uno. Luego recordó la publicidad televisiva de este verano: “con ellos puede cortar carne, verduras y hasta plásticos”. Un escozor desagradable le atravesó y decidió marcharse. Antes de abandonar el piso, él le pregunto por su nombre: “Carmen Rawson”. Se despidieron intercambiando teléfonos y un beso. Mientras bajaba las escaleras pensaba en aquel bote de excitante sexual, de color azul, tan proteico e imaginativo.
Al llegar a su casa llamo a un médico amigo y le consulto por esa marca.
“Es tan potente que pierdes el sentido hasta ser capaz de matar” –dijo su amigo médico, para luego mencionar que los chinos metían dentro un brebaje muy antiguo que nadie conocía con seguridad. R Manuscrito colgó y se situó en el aseo del lavabo. Un espejo de los años 60, metalizado, que le devolvía su imagen. Alrededor de los ojos un hilillo brillante parecido a las naranjas de Valencia se mantenía como recuerdo de la noche pasada y él estaba aún… ¡muy caliente!