Sauce, 23

“Me hace sentirme extraña pensar que mis genes son la suma de los de dos personas que nunca se quisieron y ni siquiera se conocen”

Sauce 23

La dirección me parecía la correcta. Era una casa de buena planta, en un pueblo donde las calles eran anchas y cubiertas de un manto de arena. Los plataneros antiguos y crecidos daban sombra a lo largo de casi un kilometro antes de toparse con el rio. Decidí atravesar el umbral y dar dos toques suaves. Pasados unos minutos me abrió una mujer de mirada estrábica. Quise quitarle hierro al asunto y pregunte por Elsa. Mi búsqueda de una tía que hacía años  no veía, me había llevado a esta cita. Su respuesta fue: “soy yo, Juan”. No supe si darle un beso y mi parálisis se rompió al acercarse ella y darme un beso suave en la mejilla. Entramos a un comedor  con ventanas al patio. Una vez instalados, ella comenzaría a hablar de Teresa. De su impaciencia, de su andar despreocupado y de su falta de historia. Al ver mi expresión intentaría ser más precisa; ni siquiera sabía cuándo habían llegado a las marrones tierras de la Pampa; ni quien era su padre; ni si era de Italia del Norte o del Sur. Solo conservaba una foto. Se puso de pie y la trajo hasta mí. En ese ajado cartón se podían ver su madre Teresa, ella y alguno más. Y como siempre un señor de bigote, recio, con cara de santo y ojos  llenos de genio. ¿No recuerdas el nombre de tu padre?” -pregunte. Mario Garcino –dijo. Abrí mi maletín y extraje mi portátil, introduje una dirección: The italian Heritage y puse su nombre, aparecieron 200. “¿Y el pueblo o ciudad de tu madre” -volví a preguntar. “Paesana -dijo. En esa época se casaban entre primos o familiares y era posible que fueran de la misma aldea. Al asociar Paesana con el nombre la muestra se redujo a 20, de los cuales pude comprobar que solo uno de ellos había emigrado en 1910. ¡Ese era su padre!. Este municipio había digitalizado sus fondos y dándome de alta pude acceder a la ficha con la foto de un joven con bigote. De su padre nacía una familia en racimo hasta las dos generaciones anteriores. Habían sido agricultores y desaparecían en las partidas de bautizo que daba la iglesia católica. Al levantar mi vista, pude ver la mirada de mi tía, dulce y suave, su alma flotaba delante. Su sensación de no poseer origen había menguado. Esta vez, me entretuve en observar su cara, limpia, de ojos azules cristalinos, sin esposo ni hijos. Era la última descendiente, pero mantenía viva la fe en los genes.

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