Agosto —14: La alteridad by Nacho Valdés

Aunque la sociedad sigue siendo mayoritariamente machista (en este sentido no hay más que atender cualquier conversación tomada al azar en la calle o a los estereotipos perpetuados en los medios de comunicación), es innegable que la situación de la mujer ha mejorado ostensiblemente durante las últimas décadas. Este camino no habría sido posible sin el empuje de miles de luchadoras que, de manera anónima en sus círculos más estrechos o de forma manifiesta en un orden cultural más amplio, ofrecieron su esfuerzo y sacrificio para lograr la manumisión ante el patriarcado. Una de estas últimas fue Simone de Beauvoir que en su Segundo sexo desentraña, a fecha de 1949, algunas de las claves para comprender en profundidad este fenómeno.

La mujer, siguiendo la estela de la pensadora, se sitúa de una manera básica como lo otro, como la alteridad frente a lo masculino. La mirada, incluso para la propia fémina, se tiñe del prisma del varón que termina por invadirlo todo. Las relaciones familiares, culturales, sociales o laborales vienen marcadas por una masculinidad que ha venido arrinconando la femineidad hasta desvirtuarla por no responder a las cuestiones propias, sino a las varoniles. La perspectiva triunfante ha relegado históricamente a la hembra por motivos físicos, culturales y, en definitiva, biológicos. Los lugares comunes se han prolongado por boca de las propias mujeres, pues la educación recibida ha venido marcada por el ángulo mencionado. Lo que queda al otro lado, lo que sobra y no termina de encajar, es lo femenino.

La Revolución industrial supuso el estímulo para fragmentar esta colocación ancilar. La disolución de los roles, tradicionalmente impuestos por motivos orgánicos, permitieron romper, junto con el envite de innumerables mujeres, con una disposición injusta y equiparable a un yugo social colocado desde el nacimiento. De este modo, el universo femenino, hasta ese momento enclaustrado en el hogar y en unas funciones muy definidas y concretas, se expande para tomar lo que de suyo le correspondía. La vereda asumida resultó compleja y dificultosa, pero fue arrostrada con entereza por las protagonistas de esta historia. La cuestión se encontraba de manera primordial en la autonomía, pues la dependencia de padres, tutores o maridos hacia realmente complejo el avance social. Solo mediante la independencia económica y la posibilidad de formación fue factible expandir un pensamiento que sigue siendo en no pocos círculos problemático y proscrito.

Sin la otra mitad de la población no hubiese sido posible el avance, aunque todos los hombres podemos llegar a reconocer la igualdad intersexos. Los últimos tiempos se han dedicado a la educación poblacional en general y, de manera más concreta, a los varones apoltronados en la cultura patriarcal. Para muestra un botón: los ataques continuados e inmisericordes sufridos por Irene Montero y todas las propuestas salidas del Ministerio de Igualdad. ¿Qué mayor prueba de su necesidad que esta disposición agresiva y refractaria? Para Beauvoir, y hablando en un tono genérico que por fortuna comienza a extinguirse, el hombre admira a la mujer en la medida en que contempla el perfil femenino desde el prejuicio del respeto a la madre, la hermana, la pareja o la hija, el resto de féminas vienen a caer en el cajón de sastre de la alteridad y de la incomprensión. Desde esta perspectiva, la hembra torna motivo de satisfacción sexual, social o cultural por el camino de la sumisión. Incluso, se reserva cierto tono beatífico para el matrimonio, y se restringen las prácticas sexuales alternativas para aquellos ambientes en los que es posible el pago por la consecución de la subordinación.

La violencia ejercida hacia la mujer tiene innumerables facetas y para la francesa no es más que una muestra de lo expuesto en los párrafos precedentes. Estas maneras de subyugar la otredad vienen marcadas por el dominio masculino que, de manera evidente, pretende prologar su vigencia, pues, en algunos casos, siente su incapacidad cuando se refleja en el espejo mujeril. De aquí el empleo de la intimidación en todas sus formas: verbal, psicológica o física. En este orden de cosas podríamos hablar de las denuncias de pinchazos con el supuesto fin de lograr la sumisión de la alteridad. Dudo de manera firme de la probabilidad de que mediante un pinchazo en el contexto de una pista de baile puedan lograrse los efectos anunciados en los medios; otro modo de esclavizar mediante el terror social. Una inyección intramuscular de poco más que un segundo se antoja imposible para lograr la inoculación de cualquier sustancia que inhabilite a un adulto. Ahora bien, de lo que tengo la certeza es que se están produciendo estas agresiones, aunque los actores sepan que con ello no van a conseguir anular a la mujer, al menos en desde una perspectiva física.

El ámbito psicológico es diferente. Aquí es donde se produce el mal, pues el miedo comienza a expandirse a lomos de la misoginia que pretende invadir el espacio femenino. En este caso el de la diversión y la autonomía. Algunos hombres cobardes se muestran intimidados ante el empuje femenino y los logros alcanzados y, por este motivo, pretenden inocular el pánico por medio de un método novedoso, aunque no tan alejado de los empleados hasta la fecha. Esta epidemia de picotazos no muestra más que la impotencia masculina ante la emancipación de las mujeres. Quizás tendríamos que analizar el ascenso de ciertas fuerzas políticas para comprender en profundidad este peligroso fenómeno.

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